La historia no es sólo una serie de
sucesos políticos, de grandes acontecimientos o de hazañas épicas. Es
posible adentrarse en otros aspectos profundos de la historia, lejos de
las intrigas palaciegas y las decisiones de Estado, en las cuales
evidentemente la “gente común” no participaba. ¿Cómo entonces, penetrar
en la mente colectiva de esas personas, sin rostro, sin nombre, que
habitaron hace siglos y que no dejaron un testimonio de su puño y letra?
¿Cómo conocer los códigos, valores y símbolos de una época? Eso no es
posible descubrirlo en los tratados de paz, ni en las declaraciones de
guerra, de independencia o en las constituciones.
Los cuentos “infantiles” que han llegado
a nuestros días han pasado por filtros, modificaciones y “maquillajes”
para adaptarlos al gusto de distintas épocas, como lo hicieron en su
tiempo Charles Perrault, los hermanos Grimm y Walt Disney.
En efecto, los cuentos son documentos
históricos. Han evolucionado durante muchos siglos y se han modificado
en distintos contextos culturales. Tomemos como ejemplo una versión que
antecede al cuento de Caperucita Roja no apta para niños hoy en día:
Una chiquilla es enviada por su madre
para llevar a su abuela pan y leche, el lobo la intercepta en el camino,
averigua su destino y llega antes que la niña, se disfraza y se mete a
la cama de la abuelita. Hasta ahí la historia no ofrece nada peculiar en
contraste con la versión que conocemos. Acá viene la diferencia: el
lobo mata a la abuelita, pone su sangre en una botella, rebana la carne,
la acomoda en un platón y se la da a comer a la niña para después hacer
que se desnude y finalmente, comérsela. No diríamos que es un cuento
para niños. Tan sólo en Francia, se han rastreado aproximadamente 35
versiones del cuento de esta niña, en algunas aparece la caperuza, en
más de la mitad de esas versiones es devorada por el lobo y en algunas
más logra escapar mediante alguna artimaña.
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